El sur del Líbano respira las últimas horas de la tregua aérea mientras sus habitantes huyen


Nabatiya (Líbano), 1 ago (EFE).- El sur del Líbano se vacía de sus habitantes en las últimas horas de la «tregua aérea» israelí, y las estrechas carreteras aún no bombardeadas son un rosario de familias en vehículos con la casa entera a cuestas.


Noticia Radio Panamá | El sur del Líbano respira las últimas horas de la tregua aérea mientras sus habitantes huyen

| agosto 1, 2006


Nabatiya (Líbano), 1 ago (EFE).- El sur del Líbano se vacía de sus habitantes en las últimas horas de la «tregua aérea» israelí, y las estrechas carreteras aún no bombardeadas son un rosario de familias en vehículos con la casa entera a cuestas.


Esta medianoche expira esa tregua y por tanto vuelve la amenaza de los bombardeos aéreos.


En las calles de Nabatiya, una de las ciudades más castigadas por los ataques de la aviación israelí, se palpa un ambiente fantasmal de tiendas cerradas y visillos corridos. No se ve un niño por la calle, pero algunos vendedores de alimentos han desafiado al miedo y han abierto sus tiendecitas de frutas y de conservas.


«Yo ya estoy acostumbrado a otras guerras, ¿por qué me voy a ir de mi tierra?», dice el frutero Hasan Hamad. Señala luego un cráter en pleno centro de la ciudad, un amasijo de hierros retorcidos y escombros, recordatorio de un bombazo que mató a seis niños.


Muchos niños, y también mayores, son tratados en el Hospital Público de la ciudad de estados de shock traumático, reconoce el doctor Ali Ghandur, jefe provincial de sanidad, en la sala de visitas de un hospital que no ha perdido nada de su dignidad en medio de esta guerra.


Y eso que el hospital, en estas tres semanas de bombardeos, ha recibido cincuenta cadáveres y más de 250 heridos. Seis cadáveres siguen en los frigoríficos porque sus familias, aisladas en alguna aldea remota, no pueden venir a retirarlos.


Según el alcalde, Mustafa Badr Edín, la mitad de la población -70.000 habitantes- ha preferido quedarse, cifra a todas luces optimista en una ciudad donde se oye hasta el aire pasar por las esquinas.


Como todas las farmacias están cerradas, Badr Edín, médico de profesión, pasa consulta espontáneamente a los escasos pacientes en su despacho de alcalde, y entrega también las medicinas necesarias donadas por benefactores.


Sus cuatro hijos se fueron a Beirut hace cinco días, después de que el último bombardeo les dejara contusionados y desde luego traumatizados.


El ayuntamiento ha podido restaurar la alimentación eléctrica hace solo cinco días, y la del agua potable desde este lunes, sufriendo además los operarios municipales varios ataques de la aviación pese a haber comunicado la Cruz Roja Libanesa a Israel el horario de estos trabajos de reparación.


El alcalde no es de Hizbulá, y de hecho se muestra «contrario al fanatismo», pero habla con respeto del movimiento chií: «No son corruptos, trabajan para los pobres, saben servir al país; no vayan a creer que son unos pandilleros, como algunos los presentan».


«Aunque yo me vaya de Nabatiya, aunque se vaya éste y luego aquél, aunque quemen el país entero, siempre quedará alguien para luchar por la tierra», advierte.


Conmovedor es el testimonio de Yaber Fais, un hombre con cerca de sesenta años, sentado con tres amigos a la puerta de un pequeño comercio: «Yo vivo en Montreal, en Canadá, y cuando me enteré de que estaban bombardeando mi tierra, subí en un avión, pagué nueve mil dólares en un vuelo complicadísimo y me presenté aquí».


Por si alguien no le cree, enseña su cajetilla de extraños cigarros canadienses.


«Esta es mi tierra, es mi gente, mis amigos, ¿por qué nos vamos a ir de aquí? ¿Por qué nos la quieren quitar?», se pregunta.


A las afueras del pueblo, un colegio de las Hermanas Antonianas, donde solo quedan tres monjas ancianas, da cobijo a 43 refugiados chiíes de la misma ciudad, aunque llegó a haber 170 en los primeros días de bombardeos.


Sor Lucía cuenta que la caída de una bomba junto al colegio, que tiene todas sus ventanas rotas, más la masacre de la vecina Qana, ha hecho que más de un centenar de personas -escondidas en el subsuelo, como en Qana- hayan tenido miedo y huido hasta Beirut.


De los pocos que quedan, un niño ha perdido el habla y solo repite las palabras «avión» y «bomba». Su padre, Imad Yasín, comerciante de ropa que ha recorrido medio mundo, ha decidido enviarlo hoy, con sus hermanos, también a Beirut.


«Pero yo, aquí nací y aquí me muero», proclama.


Su vecino Ali, también comerciante, lo apoya, mirando hacia las montañas: «No vamos a dejar solos a nuestros hermanos».

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